Érase una vez una pequeña Guerrera que no se rindió en la lucha por la vida. Una pequeña niña que había tenido que cubrirse con muchas armaduras, que le había tocado pelear con uñas y dientes para salvarse a sí misma.
Una niña decepcionada y con el corazón dolido por el desamor de su padre. Una niña abandonada y triste, con la enorme necesidad de este amor filial.
La noche cae y la batalla no termina. La pequeña acorazada vive detrás de una máscara a través de la cual finge ser grande e invencible. La pequeña tiene que ser tenaz con lo que se encuentra en su paso, y si es necesario, sacar su espada y clavarla en el corazón de su depredador. No hay oportunidad para la duda. No está permitido fallar. La pequeña tiene que esconder sus miedos, su fragilidad, su pequeñez, tiene que salvar su vida.
Pero, en el país de los sueños de la bruja, la magia aún existía. Todo era posible. La pequeña, a la que llamaremos Guerrera, tuvo un día la oportunidad de ser visitada por la gran Guerrera del futuro. Y cuando estuvieron frente a frente, la gran guerrera tuvo tanto que agradecerle a la pequeña. Le prometió protegerla diciéndole que ya no tenía que ser fuerte, que se permitiera ser frágil, ser pequeña, ser tal y como era, que ya no tenía por qué ocultar sus miedos, que ya no tenía que esconder su dolor.
La pequeña guerrera se desvaneció en un llanto tremendo que había sido contenido por muchos años, y dejó que brotaran de él las aguas turbias que estaban oxidadas tras la máscara, y dejó que esas aguas recorrieran cada recodo de su ser hasta que salieran definitivamente. Se quitó la armadura y dejó que el aire entre libremente, renovándola, y que así el llanto nuevo la regara. Se permitió gritar su dolor y sacarlo afuera. Permitió también que su corazón expresara todo el amor que sentía por su padre, ese amor que no sabía tan siquiera que existía dentro de ella.
Y fue entonces cuando descubrió que ella era su propio padre, que ella era su propia salvadora y protectora, que dentro de su ser habitaba la trinidad. Así reconoció a la gran madre en su capacidad de sostenerse, al gran padre en el fuego de su corazón, y a la gran hija en las memorias… Y cuando al fin comprendió esto, se regocijó en sus sentimientos de amor, y dejó que la energía divina le conectara con la tierra y dejó que reverdeciera dentro de ella el nuevo tiempo, que llegara el mañana y que brotara la fuente inagotable de su propia sabiduría.
Cuando la sabiduría asomó la carita, le mostró que ella estaba buscando a su padre en todos lados, y que sus carencias de afecto, esas que quería llenar siendo ella misma cariñosa, en realidad era una sed insaciable de ser amada. Algo que siempre estuvo buscando afuera, en los otros, algo que no le permitía quedarse tranquila y en paz consigo misma.
De pronto vio la luz, y fue como si hubiera comido la manzana prohibida. La astucia se hizo presente y le sedujo para que engañara a la villana que habitaba su propio ser, quien era incapaz de dejarle ver su propio amor, la que le había negado tantas veces el derecho a ser grande y libre. Le engañó con tanta astucia, que en los confines remotos de su psiquis retumbó el cataclismo que esto provocó.
La villana irremediablemente seguiría siendo villana, y seguiría inyectando el letal veneno. Solo que esta vez ya no era posible lastimar a la pequeña Guerrera, que había dejado de luchar y ahora era la pequeña Libre. No era posible lastimarla porque había desarrollado los anticuerpos para combatir a la villana
Esta vez, la gran Guerrera había dejado de ser también la gran Guerrera y se había convertido en la Gran Mujer. Esta vez, ella se armó de valor y lanzó su espada y se rindió a los pies de la pequeña a quien arrulló en sus brazos y le canto una canción de cuna. Ella le dijo a la pequeña: “Ya no hace falta mendigar amor. Ya no hace falta esperar por un padre que nunca vendrá. Ya no hace falta buscarlo desesperadamente en todos los hombres. Ya estoy aquí, yo soy tu padre y todos los seres que amas, soy todo lo que necesitas para amarte a ti misma”.
Por la mente de la pequeña pasaron muchos recuerdos de soledad, y desde dentro se alegró al escuchar esto. Se sintió verdaderamente fuerte. Se sintió a ella misma y sin necesidad de tener que fingir ser grande nunca más. Miró a los ojos de su gran mujer y le creyó totalmente. Detrás de ella brillaba una luz en sus ojos y el universo se podía ver a través de ellos.
La luna brilló en el cielo, atravesada por una coqueta nube que le daba un color rosáceo. Las montañas bajo la bóveda iluminada le invitaban a comprender la llegada de un nuevo tiempo, de que esa era de paz había llegado a su presente, y dentro de ella sintió una danza infinita y quiso simplemente vibrar con todo el universo.